Vida en tiempos de Covid (cuento)

Escrito por LUIS FELIPE RODRÍGUEZ SÁNCHEZ. Instituto de Investigaciones Históricas, UMSNH
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Fotografía de Deflyne Coppens vía Pixabay, tomada de: https://pixabay.com/photos/black-white-portrait-man-art-4812753/

Vio como su vida se presentaba frente a sus ojos, entre las nubes del anochecer y con el humo de su cigarrillo dibujó aquel rostro que tanto lo hizo feliz, sonrió un momento, añoró el pasado, aborreció el presente y le tuvo miedo al futuro. Parecía que su historia, que la Historia, era atemporal, todo se le presentó de repente en aquel momento. El rostro que había dibujado se desvaneció y con él, todo lo que alguna vez había añorado. 

En medio de aquella cuarentena que parecía interminable, por lo menos para él, que ahora tenía que vivir, no sólo con el hecho que aquella pandemia había cerrado al mundo, también con saber que la mujer que le había hecho feliz ya no estaría más a su lado. El dolor de la incertidumbre se posó fatigosamente sobre sus hombros. Caminó con paso lento y pesado, como si llevara a cargo una gran losa, tanto por la pérdida como por el miedo a saberse infectado y poder infectar a alguien más.

La cadena departamental donde trabajaba le hacía la vida aún más difícil, porque a pesar del hecho que todos los comercios que no fueran esenciales para la economía debían estar cerrados, el dueño de su empresa se empecinaba en hacerlos trabajar. Lo mismo pasaba con otras empresas, parecía que lo único importante a pesar del inminente peligro era hacer dinero, apoyadas por el Estado quien se ensañaba con los pequeños negocios, pero no con las grandes empresas.

Él y los otros sólo eran una cifra en algún tabulador que con sus muchas horas de esfuerzo lograba que la maquinaria de hacer dinero siguiera funcionando. Él era un engrane y nada más, sus opiniones, sus anhelos, sus logros, su remordimiento por no haberse podido despedir de su esposa, su pena, no importaban en lo absoluto. Recordó aquella película de Chaplin que fue a ver con su esposa al centro cultural del pueblo, en aquel momento pensó que era graciosa, ahora sólo pensaba que era horrible vivir a diario apretado por la maquinaria sin otra aspiración más que despertar al día siguiente para seguir siendo una pieza más. Si él no formaba parte de las estadísticas de decesos, tenía que “ponerse la camiseta” y seguir haciendo a su patrón aún más millonario de vidas y pesos.

Lo mismo pensó de su esposa y su madre, un número más en la lista de la institución en la que laboraban y el cual, al final de sus vidas, sólo sería tachado para ser remplazado por otro y así, sucesivamente, hasta el fin de la institución. Les habían hecho creer que sus vidas eran esenciales para sostener a las instituciones estatales y a los grandes capitales económicos, para mantener el orden político, económico y social. Al final, él, su esposa, su madre, eran solamente un número reemplazable por otro, porque, lamentablemente, siempre hay otros números con la necesidad de comer. De nada serviría quejarse, -es esto o nada- se consoló.

Aunado a la pena de la pérdida de su esposa se sumaba que su madre también era enfermera. Conoció a su esposa, gracias a su madre, cuando pasó una tarde al hospital a recogerla, ahí estaban paradas las dos platicando. Aquella mujer sencilla, de diminuta estatura, cabello largo, negro y lacio, a la que el uniforme le quedaba un poco grande, llevaba puestos unos anteojos que la hacían verse muy intelectual. Luego, él se enteraría que no los necesitaba, los utilizaba como paliativo por las largas horas de sueño perdido en pro de su labor de enfermera. Esa pequeña tenía siempre un gran porte, una gran inteligencia y una forma de hacerlo sentir que nadie más había logrado.

Ella había seguido todas las recomendaciones de la institución de salud en la que laboraba. Se lavaba religiosamente las manos cada vez que tocaba algo o a alguien, estornudaba en la parte interna del brazo, usaba cubrebocas, gel antibacterial y mantenía su sana distancia. A él le parecía sumamente exagerado aquel comportamiento, no le gustaba el roce de aquellas manos, ásperas al toque por tanto jabón y mucho menos no poderla abrazar y besar.

Tan sólo el mes pasado sus manos eran suaves, a pesar de tanto trabajo en el Hospital Regional. Además, pocas eran las personas que realmente seguían los lineamientos que la secretaría de salud había implementado, su pueblo era pequeño y sólo se había detectado un caso, aunque había muchos sospechosos. Él pocas veces utilizó el cubrebocas y se ganó buenos regaños por parte de su esposa pues, como la mayoría de la población, lo utilizaba a veces de corbata, otras de bufanda y siempre con la nariz expuesta a las inclemencias del tiempo. Consideraba que, si el enemigo no es visible, entonces no existe. No había por qué preocuparse, hasta que su esposa enfermó.

El virus que había iniciado en China era ya una realidad, había trastocado su cotidianidad, todo parecía tan lejano, -en China- pensó. Lo único que sabía de ese país era lo que había escuchado en la escuela sobre la muralla, o en la televisión sobre el virus y claro, que muchos de los productos que utilizaba a diario eran Made in China. De ahí en más, su mundo era aquel pequeño pueblo en el que había vivido la mayor parte de su existencia. Ahora, compartía con el resto de la humanidad, tanto en China como en su pueblo, un miedo terrible a enfermar y morir.

No podía concebir que algo que se sentía tan lejano, que parecía cosa de película de fantasía o de zombis, fuera tan real y estuviera ahora afectando a todos. Los pequeños comercios tuvieron que cerrar, las pequeñas empresas tuvieron que despedir a sus empleados, el hormiguero de los domingos dejó de existir para dar paso a la soledad en las calles; las que ahora parecían tan grandes, anchas, muertas para nosotros, pero llenas de vida para los animales que se volvieron dueños y señores del territorio.

Tantas cosas pasaban por su cabeza mientras atendía a los clientes, cuando de la gerencia le avisaron que tenía una llamada de urgencia. El pánico se apoderó de él como si viera que se le venía encima todo un edificio de 50 pisos, el corazón se aceleró y dejando su puesto corrió a contestar la llamada. Pensó inmediatamente en su madre, de quien se despidió antes de salir de la casa pues su turno en el hospital empezaba más tarde, tomó el teléfono y efectivamente era ella. Llorando le contó que estaba sentada en la parada del autobús, que no la habían querido subir por ser enfermera y que para colmo de males alguien le lanzó cloro. Su uniforme estaba arruinado, su integridad quebrantada, pero más que nada, su sentido de servicio a los demás había muerto en ese momento.

Mientras se apresuraba a recoger a su madre, pensaba, - ¿Cómo es posible que le hagan eso a las enfermeras, a los médicos? Nos estamos volviendo unos salvajes, nos hemos vuelto tan insensibles como para hacer daño a quienes en una situación de urgencia darían todo por salvarnos la vida. – Aceleró el auto sin temor, las carreteras lucían un poco vacías y no sentía el peligro de chocar, lo único que sentía era coraje, impotencia y desesperación de no poder estar en ese momento con su madre.

Aquella primera reflexión dejó entrever la situación por la que estaban pasando muchos profesionales de la salud, era comprensible, hasta cierto punto, que muchos de los pobladores pasaran miedo por la desinformación de los medios, por la falta de liderazgo, por la supervivencia de ellos mismos y los suyos. El enemigo era, ciertamente invisible, pero estaba simbolizado por los trabajadores de la salud, al estar en contacto directo con los enfermos, ellos eran los portadores oficiales del virus, por lo tanto, la representación física del mismo. Pelear, defenderte contra otro que te agrede es fácil, lo tienes al frente, lo tienes presente, pero luchar contra lo invisible, es más difícil y eso provoca mucho miedo.

Llegó donde su madre, rápidamente salió del auto y la abrazó, ella se rehusó por un momento pues era tal el pánico del que se había impregnado, tanto por la agresión que había recibido con el cloro, como por el temor de que aquello de lo que todos la acusaban fuera cierto. No quiso abrazar a su hijo, no quería contagiarlo y verlo morir. A él no le importó, la tomó entre sus brazos y la apretó fuertemente mientras los dos lloraban.

Su madre era una mujer mayor, por lo menos para la labor que desempeñaba, tenía 60 años y había servido muchos de ellos como enfermera en el Hospital Regional. Él siempre la había considerado una mujer fuerte, entera, independiente, la vio siempre joven. Para él, ella no pasaba de 45 años, pero aquel día, los años se le vinieron encima y notó por primera vez su pelo cano, sus arrugas y su semblante cansado por el peso de ayudar a miles de vidas; todas ellas se le colgaron de repente en la piel. -Tengo miedo- le dijo. - Nos comentaron en el hospital que hay un documento, una ‘Guía’ que dice que si hay un viejito enfermo lo tenemos que desconcertar para darle el respirador a alguien más joven. -Tengo miedo, hijo, porque ese viejito podría ser yo, pero lo que más miedo me da es tener que elegir entre quien vive y quien muere, eso sólo lo debe decidir el mismo paciente, Dios o la naturaleza misma, cuando el tiempo llegue, pero nosotros no, nunca nosotros.

Por un momento se quedó callado, su madre lo había hecho pensar en aquel dilema. ¿Quién tiene realmente el derecho de decidir entre la vida y la muerte? Ciertamente no debería ser una función del Estado, no debería existir una ‘guía’ que diga a quien darle la vida y a quien quitársela. Pareciera que, en nuestro afán de encasillar a todos, de seccionar a todos, ponemos a los viejos por debajo de los jóvenes, como si lo que ha servido más tiene menos valor, pero los viejos no son máquinas, no se desechan como si fueran algo que ya no funciona, algo oxidado que se tira y se remplaza con algo nuevo, más joven. Una vez más se le vino a la mente la película de Chaplin, los números y los engranes y las conferencias de porcentajes y tablas. El Estado hace políticas para las máquinas, no para el ser.

Al siguiente día, la misma rutina, trabajar con las losas de la necesidad encima, la más pesada, la del hambre, la de tener que comer. Día pesado de atender al doble o triple de clientes porque la empresa había descansado a muchos de sus empleados, argumentando que cumplía con las medidas sanitarias, sin embargo, a los que se quedaron los hacia trabajar el doble. La tienda tenía que seguir operando para que el patrón pudiera pasar la cuarentena en su yate de lujo, junto a su familia, si ellos no laboraban, él no disfrutaba y ellos no comían. 

Llegó la noche, al regresar cansado del trabajo, -números nuevamente- pensó, -gráficas, tablas, presentaciones, curvas que hay que aplanar, como si la realidad fuera tan predecible como una gráfica. - No entiendo nada. – dijo. Quiso desconectarse del mundo y poner un poco de música. Consolarse con lo poco que había quedado de aquella mujer que fue tan importante en su vida, hacía apenas 15 días que había estado con ella por última vez. No pudo despedirse, del hospital el avisaron que se había contagiado y que tenía que quedarse hospitalizada, ya no la pudo ver más. Mientras las lágrimas le rodaban por la mejilla, encendió un cigarrillo, la noche era fresca y hacía un poco de viento, al aspirar la primera bocanada sintió una irritación en la garganta y le dio frío, dibujó nuevamente el rostro de su esposa con el humo del cigarro y ya no le importó más el tiempo, cerró los ojos y no anheló nada más que poder volverla a ver.


 

LUIS FELIPE RODRÍGUEZ SÁNCHEZ

Instituto de Investigaciones Históricas

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

Eliahu
Conmovedor cuento. Muchas felicidades, Luís.
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