Crisis sanitaria y económica: la Unión Europea en la encrucijada

Escrito por AGUSTÍN SÁNCHEZ ANDRÉS. Instituto de Investigaciones Históricas, UMSNH
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Cash. Fotografía de Imelda. Tomada de https://unsplash.com/photos/GcnPjvqRL18

La doble crisis sanitaria y económica que vive el mundo en la actualidad se ha visto acompañada en el caso de Europa por una crisis existencial. La pandemia actual ha puesto de manifiesto las limitaciones y debilidades del proyecto europeo de integración, prácticamente paralizado desde que en 1993 entrara en vigor el Tratado de Maastricht y todavía conmocionado por el arrollador avance de los populismos anti-europeístas en la mayoría de las naciones del continente. Una situación que, por el momento, se ha saldado con el abandono del Reino Unido, pero que si no se rectifica a tiempo podría acabar provocando el final de la Unión Europea (UE).

La parálisis ha sido provocada fundamentalmente por la falta de un proyecto europeo común a consecuencia de la existencia de dos sensibilidades en el seno de la Unión. Un bloque de países desearía que la UE se limitara a ser una gran área económica de intercambio de capitales, bienes y trabajadores, reduciendo al mínimo las políticas de cohesión, es decir las transferencias del presupuesto comunitario hacia las regiones de menor renta –la mayoría de las cuales está en el Este de Europa y, en menor medida, en la Europa Mediterránea– a fin de impulsar la progresiva convergencia económica entre los socios de la Unión. Este bloque está representado por la principal economía europea, Alemania, secundada por los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y, con distintos matices, por los Estados escandinavos.

Frente a ellos, se encuentran aquellas naciones partidarias de profundizar en la integración política del continente, así como en la construcción de una Europa más cohesionada, social y económicamente. Este grupo está integrado por los países mediterráneos, apoyados ocasionalmente por los nuevos socios del Este de Europa, favorables a la cohesión, pero fuera de la zona euro y reacios en general a una mayor integración política. El liderazgo de este bloque corresponde naturalmente a la segunda economía europea, una Francia que, desde hace casi dos décadas, no termina de reasumir su papel como impulsor del proyecto europeo, paralizada a su vez por el crecimiento del euroescepticismo en su seno.

Los primeros son reacios a cualquier ampliación de su contribución al presupuesto comunitario y reclaman a los países del Sur y del Este de Europa un mayor rigor en el gasto público y la aplicación de políticas de austeridad. Todo ello para evitar un excesivo endeudamiento que pudiera poner en peligro la estabilidad macroeconómica de la Unión, como estuvo a punto de suceder durante la gran crisis de 2008. Los países mediterráneos exigen, por su parte, a los primeros un mayor esfuerzo contributivo, recordándoles que son los principales beneficiarios de la existencia de un mercado común europeo y reprochándoles, en algunos casos, haber aprovechado las distorsiones de la legislación comunitaria para convertirse en verdaderos paraísos fiscales –como Holanda, Irlanda y Luxemburgo–, lo que les ha permitido desviar hacia sus arcas los ingresos impositivos generados por la actividad de las multinacionales estadounidenses y chinas en los restantes países de la Unión.

La incapacidad de las autoridades comunitarias para conciliar estas dos posiciones provocó el fracaso de la UE a la hora de lograr articular una política conjunta para hacer frente a la crisis económica de 2008-2014, que afectó especialmente a los países Mediterráneos. La intervención del Banco Central Europeo evitó que las tasas de interés de la deuda pública de los países más afectados por la crisis financiera mundial alcanzaran niveles inasumibles, pero a cambio de intervenir por completo la economía de Grecia, Portugal, Irlanda y Chipre, así como de imponer duras políticas de ajuste a Italia y España, que ralentizaron su recuperación y supusieron importantes recortes al estado del bienestar.

El resultado fue un gran incremento del euroescepticismo en todo el continente. Ello se vio acompañado por el ascenso de movimientos populistas de izquierda o derecha como efecto de la propia crisis económica mundial. Estos movimientos cuestionaban –todavía lo hacen– el proyecto europeo desde perspectivas nacionalistas (Unión Cívica Húngara, Ley y Justicia, Agrupación Nacional, Alternativa para Alemania, Partido de la Libertad de Austria, Partido de los Verdaderos Finlandeses, La Liga, Vox…) y anti-sistémicas (Coalición de Izquierda Radical, Podemos, Francia Insumisa, Movimiento 5 Estrellas…). El crecimiento de todas estas formaciones provocó el repliegue nacionalista de muchos gobiernos europeos y la formulación de políticas públicas contrarias, en ocasiones, a los propios principios de la UE, sobre todo allí donde estos movimientos alcanzaron el poder (Grecia, Hungría, Polonia, Austria e Italia).

Esta situación ha supuesto que la crisis provocada por el Covid-19 constituya una auténtica encrucijada para el futuro del proyecto europeo. Una vez superada la crisis sanitaria, la UE deberá responder al doble desafío planteado por la necesidad de salir con rapidez del colapso económico provocado por la pandemia, pero también de hacerlo de una manera que refuerce la mermada confianza de los europeos en sus instituciones comunitarias.

La primera reacción europea fue decepcionante y reprodujo actitudes similares a las manifestadas durante la crisis de 2008-2014. La UE fue incapaz de articular una respuesta conjunta a la crisis. La mayoría de sus miembros se desentendió de los crecientes problemas experimentados por los socios del Sur y se limitó a defender sus propios intereses. Alemania y Francia llegaron incluso a vetar las exportaciones de material médico a Italia en los inicios de la crisis, obligando a este país a recurrir a la ayuda de potencias extra-europeas, como China y la URSS. Todo ello mientras Alemania, Holanda y Finlandia bloqueaban la aprobación de cualquier mecanismo extraordinario de ayuda a los países mediterráneos en el momento álgido de la pandemia. El ministro de Exteriores holandés llegó incluso a sugerir la apertura de una investigación a Italia y España por no tener reservas presupuestarias suficientes para hacer frente a la crisis por sí mismas. Ello provocó una oleada de indignación en los países mediterráneos y llevó incluso al primer ministro portugués a prescindir del lenguaje diplomático para calificar la posición holandesa de “repugnante”.

El riesgo de que la situación acabara produciendo un crecimiento exponencial del anti-europeísmo en el área mediterránea, que pudiera incluso llegar a poner en riesgo la permanencia en la UE de países como Italia o España (tercera y cuarta economías europeas), ha acabado produciendo en las últimas semanas un cierto cambio de actitud. Éste se ha traducido en una mayor sensibilización de una parte de la opinión pública de los países más reacios a la cohesión y en una mayor receptividad de su clase política a aprobar medidas que faciliten la recuperación de los países más devastados por la epidemia.

El nuevo clima llevó a la presidenta de la Comisión, la alemana Úrsula Von der Leyen, a declarar que la UE debería pedir perdón a Italia. Los líderes europeos lograron acercar mientras tanto sus posiciones para poner en marcha diversos mecanismos de solidaridad con los países más afectados por la crisis sanitaria y económica. El 9 de abril, el Eurogrupo –que reúne a los ministros de Economía y Finanzas de la zona euro– aprobó una primera red de emergencia, conformada por medio billón de euros en préstamos blandos del Mecanismo Europeo de Estabilidad y de avales del Banco Europeo de Inversiones para préstamos a pequeñas y medianas empresas.

Esta primera ayuda –todavía pendiente de ser ratificada por el Consejo Europeo– no basta para contrarrestar el devastador impacto económico de la pandemia. La totalidad de los dirigentes europeos coincide en que este paquete debe ser complementado por otras medidas encaminadas a garantizar no sólo una salida rápida de la crisis, sino que ésta no termine de desmantelar los sistemas de bienestar social de los países más afectados, ya bastantes erosionados a causa de la crisis financiera mundial de 2008-2014.

La crisis ha contribuido a acercar posiciones entre los gobiernos europeos, entre los que existe un consenso en torno a la necesidad de ampliar el presupuesto comunitario hasta el 2% del PIB comunitario, al menos durante el período 2021-2027. Ello no significa que no persistan las dos sensibilidades que, desde su inicio, han marcado la marcha del proyecto europeo. Entre la mutualización de una parte de la deuda pública europea y la creación de un Fondo Estructural de ayudas a fondo perdido –reclamada por Francia, Italia y España–, y la creación de un Fondo Extraordinario de Recuperación de 1,5 billones de euros en préstamos reembolsables –defendida por Alemania y sus aliados–, existe un amplio campo para el acuerdo. Y éste es más necesario que nunca. Las acciones que se adopten en los próximos días definirán probablemente el rumbo y la viabilidad del proyecto europeo. Un proyecto cuya supervivencia –ahora más que nunca– resulta vital para la propia Europa, así como para la estabilidad del propio sistema internacional.

 

 

AGUSTÍN SÁNCHEZ ANDRÉS

Instituto de Investigaciones Históricas 

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

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