Un club de lectura a la distancia

Escrito por ELSIE MITCHELLE ORTEGA ÁVILA. Facultad de Letras, UMSNH
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Fotografía de freestocks.org, tomada de: https://unsplash.com/photos/OfaDD5o8hpk

Mi experiencia vital y profesional, derivada de la actual pandemia, está anclada a una idea romántica: amo lo que hago. En mi caso, la frase “estudia lo que amas y no tendrás que trabajar un solo día de tu vida” tiene un final feliz y esperanzador, pero no literal. En consecuencia, la indicación “quédate en tu casa” es una especie de promesa a la felicidad. Lo anterior deriva de dos fundamentos: en primer lugar, la naturaleza introvertida y solitaria de mi personalidad; en segundo término, mis privilegios. Reconozco que, aunque mujer y con todas las violencias históricas que eso significa, yo tengo privilegios: estabilidad económica, seguridad patrimonial, vida libre de violencia, acceso a tecnologías. Lamentablemente, esta no es la realidad de todo confinamiento.

La consigna “lo personal es político”, instaurada por las feministas de la segunda ola, nos hizo conscientes de la importancia de las experiencias individuales en el entendimiento del mundo, las experiencias compartidas que nos convertían en parte de un grupo hermanado, que existía aunque no nos supiéramos parte de él. En consecuencia, considero que soy parte de aquello que estudio; por ello, este ejercicio de enunciación se sostiene en dos ejes: ser mujer y ser profesora. Estamos, entonces, ante una memoria, autobiografía o crónica del confinamiento.

Les comento a mis colegas que nosotros, como especialistas en la ciencia de la literatura, nos obligamos a realizar ejercicios racionales ante la misma. De esta manera, las obras que estudiamos no son solo nuestras lecturas, nuestro ocio, sino un objeto de estudio. Problematizamos a la literatura apoyados de nuestro conocimiento de la historia y la teoría, finalmente, generamos críticas como resultado de estos ejercicios.

No obstante, la lectura es siempre de carácter emocional. Las historias pueden partir de nuestra imaginación, pero el resultado emocional ocasionado en el lector no es ficcional. Jeanette Winterson dice, dentro de su novela autobiográfica ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?, que “Cuando somos objetivos también somos subjetivos. Cuando somos neutrales, nos implicamos. Cuando decimos «creo que», no dejamos nuestras emociones al otro lado de la puerta. Pedirle a alguien que no sea emotivo es como pedirle que esté muerto”; reconoce, por tanto, que la subjetividad es un elemento intrínseco a todas nuestras enunciaciones.

Siguiendo con esta idea, debemos entender que un estudioso que se dedica a la literatura vive dos procesos simultáneos: siente y razona ante la obra. Suelo iniciar mis sesiones de clase preguntando por los procesos de lectura, en otros términos, me interesa saber qué emociones generó en los lectores el texto. Después, pasamos al ejercicio de la razón. Aunque pensar el proceso como dividido es complicado, ya que solemos pasar de la anécdota al análisis de manera caprichosa, es decir, nunca abandonamos nuestra experiencia individual para que dialogue con las lecturas, nuestra emoción nunca abandona el aula.

Soy consciente de haber hablado de colegas que neutraliza la visión de género de las personas que me rodean. He adoptado esta estrategia discursiva de manera premeditada en mis comunicaciones, con el fin de incluirles a todxs. Sin embargo, no hay mucha neutralidad en mi espacio de trabajo. El estudiantado de la Facultad de Letras está conformado por 355 individuos que se identifican como mujer y 52 que se asumen como hombre. Somos una facultad, profundamente, feminizada (y debemos recordar que esto no es sinónimo de femenina o de feminista).

A pesar de lo anterior, el conocimiento que entra en gran parte de los planes de estudio está conformado por la literatura escrita por varones y las teorías generadas desde espacios de pensamiento patriarcales. Mi experiencia, como estudiante y como docente, confirmó una falta de textos en los que las mujeres sean vistos como sujetos de enunciación y no como musas, objetos o detonadores argumentales en la literatura. Como consecuencia de esta toma de conciencia, que no es personal, sino compartida por muchas investigadoras de diversas áreas del conocimiento, decidí construir planes de estudio que contemplaran las experiencias femeninas como experiencias universales de lo humano. De manera que temas como la maternidad, la violación o el aborto se alejan de una narrativa que parte de la visión masculina y patriarcal y, al ser representadas desde la femenino, permiten desmitificar las experiencias de las mujeres en el mundo.

Ahora bien, pensar que la pandemia actual es el único conflicto social que experimenta nuestra comunidad es reduccionista. No debemos olvidar que pocos días antes de la indicación de distanciamiento social, nuestras alumnas marcharon de forma histórica para exigir justicias por las víctimas de feminicidio y exigir, también, espacios seguros en los que existir como mujer. Un día después, el 9 de marzo, en un ejercicio de conciencia social y de sororidad, las mujeres nos ausentamos del mundo, real y virtual, para simular nuestra desaparición porque, recordemos, lo personal es político y mi miedo es el miedo de todas.

La última clase que pude impartir de manera presencial abordaba el tema del feminicidio. Leíamos, en una clase de Literatura y medios de comunicación, sobre las estrategias de hibridación discursiva que, partiendo de la literatura personal, permite un ejercicio informativo recurriendo al ensayo, la narración, la poesía y la crónica. Leíamos un texto llamado Agua de Lourdes: ser mujer en México, escrito por Karen Villeda. A pesar de las diversas posibilidades que proporciona el título de la obra, éste se centra en el feminicidio, porque ser mujer en México significa ser víctima de la violencia de género y una posibilidad amplia de morir como consecuencia de existir con una identidad femenina.

La propuesta literaria realizada por la autora parte de la identificación de los feminicidios dentro del país para seguir las notas de aquellos en los que las víctimas compartían su propio nombre: “Se llama Karen. Y no, no soy yo. Pero sí soy yo”. A las mujeres nos socializan dentro de la cultura occidental, para responsabilizarnos de las agresiones que recibimos: “date a respetar”, “algo has de haber hecho”, “no seas como las otras”, “luego por eso las matan”. De esta manera, el patriarcado nos separa en hombre y mujeres, después, en buenas mujeres y malas mujeres y, dentro de su macabra perspectiva, decide quién merece vivir.

Quisiera pensar que esto acaba en nuestra cultura, que según dicen muchos es machista por naturaleza. Sin embargo, mi última lectura, Ellas hablan, de Miriam Toews, ficcionaliza un evento real acontecido en una colonia menonita de Bolivia, donde más de 300 mujeres fueron violadas de forma repetida por ocho hombres de su comunidad que las drogaban con un sedante para animales. Lo ominoso del suceso es indiscutible, pero lo verdaderamente terrorífico fue la respuesta que obtuvieron las mujeres sobre la denuncia “… le dijo que el responsable del ataque había sido Satán, que era un castigo de Dios, que Dios estaba castigando a las mujeres por sus pecados … le dijo que estaba inventándose la agresión, repitió las palabras ‘imaginación femenina desbocada’ con una puntuación forzada tras cada palabra, como para crear tres frases cortas … (ella) exigió saber qué era, si Satán o su imaginación”.

Nunca el agresor, nunca los otros, siempre nuestra culpa, mi culpa. De manera que las mujeres son responsables de su propio sufrimiento, malas mujeres que provocan e invitan a la violencia. Pero recordemos que la violación no es un ejercicio masturbatorio y el feminicidio no es un suicidio. Somos víctimas. Nuestros victimarios siguen impunes.

Los comentarios derivados de las lecturas y las discusiones en las múltiples aulas donde he trabajado el tema del feminicidio han sido desgarradores. Aprendí que, como yo, mis alumnas viven con miedo constante: no utilizan audífonos en la calle, cubren su cuerpo por temor al acoso, evitan determinados lugares, no caminan solas de noche, fingen ser lesbianas para evitar los acercamientos de los hombres, tienen grupos de whatsapp para compartir su ubicación, mantienen las llaves en la mano como un arma, llevan en sus mochilas gas pimienta, fingen llamadas para mostrarse menos vulnerables, solo viajan con mujeres, consideran si las ventanas de un trasporte público es del tamaño suficiente para arrojarse si intentan secuestrarlas. El testimonio más difícil de escuchar fue cuando una mujer, estudiante, de 19 años, compartió que su mamá le dijo que si un día intentaban violarla o secuestrarla, luchara todo lo que pudiera, aunque la mataran, pero que no dejara que se la llevaran porque quería poder recuperar su cuerpo.

El ejercicio realizado por Karen Villegas se hizo viral poco antes de la marcha del 8 de marzo de este año. Las publicaciones proponían que dentro de un buscador de internet introdujeras tu nombre más la palabra “hallada” o “feminicidio”. Decidí pilotear esta búsqueda para mostrar los resultados en clase. Busqué “Elsie hallada” y “Elsie feminicidio”, cabe decir que mi nombre no es común y que, verdaderamente, pensaba improbable que hubiera resultados. Estaba equivocada. La primera búsqueda me llevó a seis resultados, la segunda a dieciséis, todos en español. Al iniciar la explicación con el grupo, solo pude escuchar a una compañera alumna exclamar “ay, no”. No querían saber. Dolía saber. Personificar el feminicidio lo hace real. No son un cuerpo. Son mujeres. No soy yo, pero soy yo.

Esta última clase concluía con la lectura de un fragmento de Agua de Lourdes que reproduzco a continuación: “Mientras tanto, las víctimas de feminicidio ya no pueden hablar. Están muertas al ser víctimas de la expresión más extrema de la violencia de género. Calladas y muertas. Muertas no. Asesinadas. ‘La maté porque era mujer’. ‘La maté porque era’. ‘La maté porque’. ‘La maté porque la amaba’. ‘La maté porque era mía’. ‘La maté porque podía’. ‘La maté porque sí’. ‘La maté’. ‘Matéla’”.

Es preciso señalar que son dos los grupos con los que comparto esta clase. La sesión que relaté en las páginas anteriores, sucedió en la sección vespertina. La sección de la mañana debía recibir esa sesión una semana después. La siguiente semana se dio la indicación de confinamiento y, con ello, los profesores recibimos la llamada a continuar nuestras clases en línea. Entonces, yo debía abordar un tema profundamente complejo, emotivo y doloroso desde una pantalla. Está de más decir que fui incapaz de hacerlo. La sección de la mañana no leyó Agua de Lourdes, no vio las capturas de pantalla de mi búsqueda sobre la cercanía del feminicidio, no conocieron los parámetros para que un crimen se tipifique como feminicidio, ni que en Michoacán el feminicidio es solo un agravante del homicidio. Nadie compartió sus testimonios, ni sus miedos.

Lo que sí están aprendiendo todos mis colegas es que durante el confinamiento la cifra de feminicidios se encuentra en aumento. Han aprendido que las mujeres no las matan desconocidos, no las matan por salir. A las mujeres nos matan porque existimos. Confirman que el espacio que desde la infancia nos enseñaron era el más seguro, prueba ser de riesgo, precario, mortal. Mis colegas no necesitaron de mí para comprender la magnitud de la violencia de género, ellas y ellos viven en un mundo de violencia.

Estamos acostumbrados a pensarnos en soledad con la lectura: yo, un café, un libro; pero leer puede ser un ejercicio colectivo si socializamos nuestras experiencias. Por ello, le suelo llamar a mis clases “clubes de lectura”, porque no quiero que nunca olvidemos nuestras múltiples esencias de lector. Nos reunimos en las aulas siempre como lectores y críticos literarios de manera simultánea. De forma que nuestra identidad es múltiple, interseccional. En consecuencia, podemos ser emocionales y racionales frente a la literatura. Los ejercicios de análisis de la literatura pueden ayudar a comprender las problemáticas sociales, nos da una posibilidad de extrañamiento frente a nuestro contexto y, parece ser que, esta distancia nos permite ver la realidad con mayor objetividad.

Hay temas que exigen cercanía. Estudiar la literatura no es consultar datos históricos sobre los contextos de creación, no es leer biografías de los autores, no es memorizar fragmentos, realizar listados de obras, reconocer estructuras. Estudiar literatura es un ejercicio de conciencia política. La enunciación de nuestros traumas pretende ser terapéutica, no es extraño que se nos invite a narrar nuestras vivencias, con la esperanza de que las palabras exorcicen el recuerdo.

El Covid-19 no está en el pasado y nuestra biografía se encuentra en construcción. Por ello, la continuidad de la vida de forma cotidiana parece ser una simulación. Mis clases no han utilizado las estrategias educativas que conocíamos antes de las últimas semanas y la promesa de cercanía que daban las tecnologías ha probado ser insuficiente. Si bien vivimos en un mundo hiperconectado, sus herramientas no son supletorias de la presencia física de otros seres humanos. Me he visto obligada a hablar de temas que, desde la planeación inicial del semestre, estaban contemplados como temas de estudio. Unos son sencillos de abordar de manera despersonalizada, pero otros exigen una inmersión emocional y familiar: maternidad subrogada, prostitución, violencia obstétrica, pedofilia, transfobia, amor romántico, nuevas masculinidades; todos estos temas forman parte de nuestro entorno y forman parte de la literatura. Mi solicitud de mantener nuestro ritmo y nuestra forma de trabajo, en un contexto en el que me es imposible retroalimentar los comentarios de mis colegas, exige un proceso de contención emocional.

Debemos recordarnos que en este momento estamos experimentando un trauma histórico y colectivo. Y la aparente normalidad en la que se quiere representar a los procesos educativos no es más que una nueva ficción. Nada es normal durante una pandemia. La lejanía nos ha llevado a un espacio límite de las emociones. Tenemos miedo, ansiedad, incertidumbre. Hoy, desde la distancia, le pido a colegas que encuentren consuelo en los libros, que los recuerden como una fuente de entretenimiento, de distracción, de catarsis, de emociones. Ya vendrán días en los que nuestro club de lectura nos reencuentre, por el momento podemos confiar en el consuelo que promete la literatura.

Referencias:

Toews, Miriam (2020). Ellas hablan. Barcelona: Sexto Piso.

Villeda, Karen (2019). Agua de Lourdes. Ser mujer en México. México: Turner.

Winterson, Jeanette (2012). ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Barcelona: Lumen.


 

ELSIE MITCHELLE ORTEGA ÁVILA

Facultad de Letras

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

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